jueves, 3 de enero de 2008

RELATO: La cuarta edad.

A JACK, el perfecto jubilado.

Organizó su nueva vida de jubilado meticulosamente: después de levantarse a las ocho de la mañana, se aseaba y enfundado en su chándal, caminaba a paso ligero durante una hora por el parque. Una ducha reconfortante y desayuno a base de una pieza de fruta, un yogur desnatado con bífidos edulcorado con azúcar de caña integral y un puñado de muesli.
La mañana se consumía en limpiar y ordenar su hogar, hacer la compra y cocinar, y aún le sobraban un par de horas para leer a los clásicos.

Su almuerzo consistía en doscientos gramos de verdura hervidas aderezadas con una cucharadita de aceite de aceite de oliva y vinagre balsámico, pescado al horno o filete desgrasado de ave a la plancha. Nada de sal: sólo ajo, perejil y otras especias favorecedoras de la circulación sanguínea y reductoras de los niveles de azúcar y colesterol.
Sus tardes, tras una breve siesta, consistían en un paseo y visitas a galerías de arte, tertulias literarias o conciertos de música clásica y la asistencia a alguna ONG o asociación sin ánimo de lucro como voluntario.
A últimas horas vespertinas, lunes, miércoles y viernes a las clases de Tai-Chi que organizaba el Ayuntamiento, mientras que los martes y jueves estaban reservadas para Pilates.
Completaba su jornada una cena frugal a base de tortilla francesa o un huevo cocido, un poco de queso fresco desgrasado y dos piezas de fruta. Todo ello acompañado de un par de tostadas de pan integral sin sal, sin azúcar y hasta sin pan.
Y antes de abandonarse en brazos de la noche, aún le dedicaba un tiempo a la meditación o a la lectura de algún libro sagrado.

Y así, vivió con un envidiable estado de salud hasta los ciento tres años.

El día de su cumpleaños, se permitió la dulzura de vaguear en la cama hasta, por lo menos, las once de la mañana. Llovía mucho y se dijo que ya no tenía edad para empaparse, de forma que renunció a su paseo por el parque y se quedó a contemplar la lluvia por la ventana y escuchar su sonido.
Arrastrado por la pereza, llenó su bañera y se sumergió sintiendo el placer del agua jabonosa sobre su piel.
Decidió que era un buen día para gastarse algún ahorrillo e invitar a su hija, sus nietos y bisnieto a comer en algún restaurante. Fueron los cinco a un asador donde degustaron cochinillo asado con patas fritas, después de unos langostinos de aperitivo. Lo acompañaron con varias botellas de vino tinto (el más caro de la carta) y finalmente brindaron con cava. Los pastelitos con nata y chocolate de postre le recordaron otros tiempos ya casi olvidados, y se emocionó con las imágenes y sensaciones que vinieron encadenadas a la rememoración de esos otros tiempos.
Por la tarde rieron juntos viendo un programa banal en la televisión y como estaba algo pesado por la comida, ese día no asistió a su clase de Tai-Chi. Sin embargo, para acabar de celebrar que ya había vivido ciento tres años, a última hora de la tarde tomó un par de cañas de cerveza con un pincho de boquerones fritos y otro de callos.
Aquella noche Morfeo le llamó suavemente, pero la Parca se lo arrebató de su regazo.
Su cadáver reposa ahora sobre la camilla mientras sus familiares lo velan. En su rostro hay una expresión que no existe desde hace treinta y ocho años: sus labios arqueados hacia los pómulos, una ceja más alta que otra.
Los adultos no fueron capaces de notarlo, pero su bisnieto de seis años lo vio perfectamente, por más que nadie quiso creerle cuando gritó en medio del velatorio:

- ¡Eh! El Bisa me acaba de guiñar un ojo.

(G, mayo 2007)

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