sábado, 29 de marzo de 2008

Perra vida III


- Hasta siempre, Vladimir – debí decir al ruso, que tan amablemente me había tratado.

Me contó que había llegado hasta aquí detrás de una mujer que le sorbió los sesos y su escaso capital. Una vez arruinado y en plena estepa castellana, lo que más añoraba no era su profesión de otorrino, ni el olor a puerto del pueblo que le vio nacer; tampoco el regazo tan acogedor de aquella hembra. Lo que más echaba de menos Vladimir era Cuco, su perro. Por eso, mi presencia le alegró la vida… hasta que el dueño de la gasolinera dijo “basta”.


Debí despedirme, pero no lo hice. Tan sólo moví el rabito frente a él.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Perra Vida II



Micro-relatos Cadena Ser.

Otoño 2007

- Ese viene a por ti – dijo el muchacho apoyado en el surtidor.

Ya me estaba acostumbrando al fuerte olor y al desfile de coches entrando y saliendo. No se estaba mal, me dejaban corretear a mis anchas, pero echaba de menos calor de hogar.
Desde que ella había salido disparada de la gasolinera sin dejar rastro, confiaba poco en el género humano. De modo que al escuchar estas palabras, estiré las orejas dejando rígido y quieto el rabo.

Efectivamente, aquel hombre acudía en respuesta a nuestra oferta en Tele-Anuncio: “Regalo precioso dálmata, cariñoso y juguetón, a quien pueda cuidarlo”.

martes, 25 de marzo de 2008

Perra vida I


Aquel sería el primer gesto maternal consciente que recuerdo. Después vinieron más. Muchos más. Demasiados.

La casa se llenó de gorjeos y ya nada volvió a ser como antes.

Lo peor llegó con el verano. Un día, ella cogió el equipaje y al bebé y salimos rumbo al pueblo. Paramos en la gasolinera, como otros años, pero esta vez sí me dejaron saltar del coche. Cuando quise darme cuenta, por más que ladré y ladré y corrí y corrí, nada: ni rastro de ellos.

Me recogió Paco y ahora vivo con él. Me siento a salvo. Deduzco, por su olor, que nunca tendrá un bebé.

Concurso micro-relatos Cadena Ser, octubre 2007

viernes, 14 de marzo de 2008

RELATO: Unidad habitacional.

Omar se despereza estirando sus brazos sin recordar, medio dormido como está, que al hacerlo choca con la pared por un lado y con el sofá por otro. Son las cuatro de la madrugada y fuera, en el patio, no se oye un silbido. A la salida del sol y al ocaso, ese reducto al aire libre se llena de voces de distintos géneros, edades y lenguas invadiendo la intimidad de todos los vecinos. Pero ahora Omar, pionero de la madrugada, atraviesa el silencio sorteando los cuerpos de Alí y Mohamed que yacen tranquilos. La sala, tan ancha como largos sus cuerpos, no da lugar a pasillo alguno una vez se desdobla el sofá-cama. Llega Omar hasta el cuarto de baño y retira la ropa tendida, aún mojada, que cuelga de las cuerdas; antes bastaba con las del patio, pero desde que Hassan se trajo a Leila con su bebé, las cosas han cambiado mucho, la lavadora se pone a diario y siempre hay ropa tendida en la bañera, por todos los recodos, encima del radiador…
Se da una ducha fresca para espabilarse; bueno, y porque así lo han convenido desde que han instalado contadores individuales y cada piso paga su calefacción y el agua caliente que consume. Con sigilo y malabarismos en ese espacio de dos por dos, Omar consigue vestir su cuerpo de dos por uno para salir y llegar puntual al Mercado de Abastos. Allí le espera una fila de esperanzados, como él, en ser hoy uno de los afortunados para descargar naranjas a tres euros la docena de cajas.

El siguiente es Alí, que después de dos años vagabundeando, ha tenido la suerte de encontrar al paisano que accedió a realquilarle esa media cama donde dormir. Son las seis de la mañana y no necesita despertador pues la tos asmática de Si-Yan, el vecino pared con pared, anuncia con china precisión la madrugada. Mira la ventana y observa las primeras luces del patio. A ver si algún domingo hace fuerzas y arregla la cinta rota de la persiana. También está lo de la gotera, que repiquetea cada vez que llueve. Alí es lo que se dice un manitas y está a punto de conseguir un empleo con contrato en un taller mecánico, lo que le permitirá conseguir papeles y tal vez, otro piso similar a ése para dejar a Leila y Mohamed que vivan en familia, sin intrusos. El aviso urgente de su riñón, le hace precipitarse hacia el aseo y se encuentra la ropita del bebé, aún húmeda, sobre la taza del váter. Huele a colonia de lavanda, el frasco de litro con el que Leila se empeña en que se rocíen cada mañana. La toalla tampoco está seca, así que deja la ducha para la noche. Se moja la cara, eso sí, y en estricto cumplimiento de las normas coránicas, se lava los pies en el bidet, lo que requiere cierta agilidad gimnástica. Después mira el reloj, son las seis y media, aún tiene tiempo de tomarse un té, así que mete una jarra con agua en el micro-ondas. Para enchufarlo, antes ha tenido que despejar el mostrador que separa la cocina de la salita, bajar al suelo la cesta que Leila ha dejado con biberones, botes y baberos. Pero ya está enseñado a que cada uno después deja las cosas como se las ha encontrado, ¡qué remedio! Si no, imposible.

Hassan se despierta al oír la puerta por la que Alí ha salido. Se tapa la cara con la almohada ahogando el gemido que se le escapa. Se percibe un leve jadeo y el llanto hambriento del bebé a través de la puerta corredera que independiza el dormitorio. Por el patio entra una jerga que ya conoce Hassan, son la familia de la tienda de "todo a un euro" de la esquina, que viven ahí mismo. De un salto se levanta y llega casi hasta el aseo, con tan sólo un paso más, puede descargar su vejiga. Tropieza con la ropita, que vuelve a colgar pacientemente en las cuerdas de la bañera. Después arranca la manta que comparte con Alí, y dobla el sofá que queda así convertido en un asiento corrido donde apenas caben tres. Las almohadas hacen las veces de cojines. Alivia poder pasar hasta la ventana sin arrastrarse como una lagartija. Sacude la manta por el patio, como le ha enseñado Leila. También recoge la colchoneta del suelo en la que Omar ha dormido, la enrolla, la ata con un cordón y la deja de pie, a modo de pedestal del cenicero. Luego, mientras se prepara el té, hace planes para el día. No tiene nada que enviar a los suyos, estos días se han dado mal, probará otra vez en Cruz Roja y la Oficina de Atención al Emigrante, pero es difícil entenderse sin saber la lengua del país. Son casi las siete, así que se prepara para ver por la tele el programa de la dos de Español para extranjeros.

Mientras, Leila se debate entre la demanda de su bebé y el ardor de su esposo. Por fin, cuando Mohamed le deja libre para poder dar de mamar, mira a ambos simultáneamente con ternura. Se debe sentir una privilegiada: maternidad recién estrenada junto a su esposo. Antes fue peor; pasó seis meses sin noticias. Cuando Mohamed se lanzó en balsa hacia Gibraltar, ella dudaba de que lograra sus sueños, pero ahora están ahí, juntos, esperanzados. Ya sólo falta que esos tres logren independizarse de ellos; pero ella lo comprende y les ayuda, sabe que es así, por unos meses, tal vez unos años. El dormitorio es hermoso, comparado con el habitáculo que compartía con sus otras dos hermanas allá en Essaouira. Tienen una cama con somier y colchón nuevos. En la pared cabecera, Mohamed ha colocado varios posters del Real Madrid. Hay dos mesitas de noche, una a cada lado. Ahora ella ha retirado la suya y la ha puesto junto a la pared, para poder arrimar la cuna junto a ella. La habitación tiene también un armario empotrado, todo un lujo, pues puede meter dentro toda la ropa de vestir y de hogar y no en cajas, como su vecina Li-Tai. Con una ventana, sería el dormitorio perfecto.
Cuando ya su marido se ha marchado a la empresa de mensajería son más de las ocho, hoy le acompaña Hassan para no perderse en los recovecos de Metro. Mohamed no volverá hasta las diez de la noche. Leila le imagina en su camioneta repartiendo sobres y paquetes, ella se sienta y pela patatas o trocea verdura. Trabaja sobre esa mesa que lo mismo vale para éso que para planchar, para escribir una carta a sus hermanas o para, en las tardes de los domingos, apoyar el televisor y que los hombres vean el partido. Pronto podrán comprar dos sillas, para que cuando coinciden todos a comer, puedan sentarse juntos y a la vez. Pero tendrán que ser plegables, no hay sitio para más.
En los pocos ratos que el pequeño José Mohamed duerme y no hay que preparar comida, tender o planchar ropa, Leila se asoma a la única ventana, junto al sofá. Si hace bueno, la abre, aunque para ello tiene que retirar la colchoneta de Omar. Ella mira y sueña con ver el mar y los colores de Africa, pero sólo ve los desconchones del muro del patio, que dejan al desnudo los ladrillos. Alza la vista desde el alféizar en dirección a la Meca desde ese cuarto piso, el cielo anuncia un día despejado. Abajo: pantalones y camisetas secándose al sol que apenas llega, antenas y cuerdas, alguna maceta con geranios.
El bebé duerme tranquilo, son las nueve. Llegan voces desde el rellano de las escaleras. Leila reconoce la de Li-Tai, aunque no está segura. Son muchos de familia, entran y salen constantemente, todos son delgados, de rostro terso y se parecen mucho entre sí. A Leila le resultan muy corteses y sonrientes. Algún día se pondrán de acuerdo para revocar los muros del patio y pintar las paredes de las escaleras. Hasta, tal vez, para instalar un ascensor.

Como aún quedan muchas horas por delante, Leila coge folios y bolígrafo y se dispone a escribir. Le contará a sus hermanas que sí, que Europa no es el Paraíso, pero que ella es afortunada porque su marido tiene un trabajo, se aman y han conseguido, por fin, permiso de residencia en Europa. Tienen casa propia, aunque hipotecada. ¿Qué más pueden desear?

Marzo de 2006. Inspirado en las declaraciones de la Ministra Trujillo.

Taller de Letra Hispánica, director: J.J. Domínguez.

domingo, 9 de marzo de 2008

Familia feliz

Son maduros pero se conservan joviales. Están en buena forma física y mental, aunque las canas ya son visibles y el abdomen ha ganado curvatura. Son aceptablemente guapos, razonablemente sanos, aparentemente felices.
Trabajan en una multinacional (él) o en la Administración (ella), en un puesto ya consolidado, de considerable prestigio aunque algo aburrido.
Tienen dos hijos, varón y hembra, estupendos chicos que nunca les han dado problemas dignos de consideración.
Este año harán sus bodas de plata e invitarán a su familia y a sus amigos que responden, casi todos, a su misma descripción. Lo celebrarán en un restaurante u hotel y será como volver a casarse: tarta y orquesta, sólo que ahora también están los niños, que participan con ilusión en la fiesta de papá y mamá.
No hay en sus vidas ninguna grieta por la que se les haya escapado algo impredecible.
Son sus conversaciones siempre parecidas, educadas, versan sobre generalidades y sobre todo, sobre sus hijos: qué estudian, cuál es el deporte en el que destacan, qué les compraron, dónde fueron de vacaciones...
Son en fin, la pareja ideal que yo no tuve, la prole perfecta que no supe construir. Inspiran algo de sana envidia, también suscitan la duda sobre si todo ese castillo se sustentará sobre arenas movedizas.
Ellos seguramente sienten, cuando me miran, que perdieron su libertad pero… ¡están tan orgullosos de su familia!

Las estadísticas dicen que hay:
- Un tercio de uniones estables.
- Un tercio que deciden romper el vínculo.
- Un tercio que no funcionan pero no se atreven a romper.

sábado, 8 de marzo de 2008

El príncipe azul

Escrito en 2002 como réplica a algo que circulaba en Internet sobre
“La mujer ideal”.

A los trece años soñaba con el Príncipe Azul. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que los Príncipes Azules se van con las Princesas: niñas guapas, sumisas, dulces...
A los veinte, decidí ser realista. Mi primer amor fue un chico feo, feísimo, pero inteligentísimo, simpatiquísimo, honradísimo... todo -ísimo. Tanto, que era un soberbio y egoísta; pensaba y actuaba como si el mundo girara en torno a él. Pensé entonces que mejor sería buscarme alguien más normal, pero que contara conmigo, que se sintiera mi compañero y mi cómplice; que compartiera, en fin.
Así fue como, ya en mis veintitantos, comencé a salir con un compañero de clase, fundamentalmente amigo. Pero ¡ay!, era tan amigo, que me consideraba su amiga y por tanto, con derecho a ejercitar su masculinidad con todo aquello que llevara faldas, excepto conmigo, pues "me respetaba".
En vista de eso, y una vez descubiertas las mentiras con que tapaba sus aventuras, me di cuenta de que lo que tenía que hacer era buscarme un amante y dejarme de ñoñerías.
Encontré uno, y al principio le divertía hacer de profesor, pero luego aprendí tanto, que me aburría yo y se aburría él. No teníamos de qué hablar.
Entonces apareció el hombre más interesante que he conocido. Era culto y con un gran sentido del humor. Su cabeza estaba llena de cosas. Era realmente complicado entenderle y se enfadaba conmigo por mi torpeza.
Así que ya rozando los treinta, me propuse sentar la cabeza y buscar al candidato idóneo para padre de mis hijos. Debería ser un hombre cariñoso y hogareño, sin grandes complicaciones y con el porvenir resuelto.
Y así fue como me casé con un hombre trabajador y poco juerguista.
Trabajaba tanto, que apenas le veía.
Los niños le colmaban de alegrías los pocos ratos que estaba en casa. No tenía nunca tiempo para mí. Como estaba siempre muy cansado de tanto trabajar, los fines de semana se despanzurraba en el sofá a ver la tele. Nos prohibía que le molestáramos: su descanso era sagrado.
Cuando descubrí que me engañaba con su secretaria (razón por la cual pasaba tantas horas en la oficina), se me puso cara de imbécil.
Primero lloré y lloré, durante días y días. No porque hubiera perdido su cariño; ni siquiera porque mi matrimonio fuera una farsa, sino por los mejores años de mi vida tirados por la borda, dedicada a unos hijos que hoy hacían su vida y a un marido que me la pegaba con otra mientras yo no cesaba de comentar lo mucho que él trabajaba.
Entonces decidí que ya estaba bien. Me separé primero. Me divorcié después.

Hoy trabajo en lo que puedo, me acuesto con quien quiero.
Salgo, entro. Tengo amigos y amigas. No dependo de nadie.
He desistido de comprender y me limito a aceptar.
A un hombre le pido que me trate con ternura y que me haga reír. Y punto.