martes, 10 de junio de 2008

LA MANCHA DE UNA MORA. Relato corto.

Decidió que no se quedaría de brazos cruzados a llorar su dolor: buscaría otra. Y la encontraría. Vaya si la encontraría. Cincuenta años no son muchos para que un hombre rehaga su vida.
Había escuchado que últimamente hombres y mujeres contactan a través de Internet. Abrió su ordenador y tecleó: “búsqueda de pareja”. La pantalla le ofreció un sinfín de lugares donde navegar. Picó aquí y allá y finalmente se decidió por uno cuyo nombre le resultaba más familiar. Allí tuvo que rellenar una ficha exhaustiva con sus datos y dudó un momento si aportar también una foto, pero decidió que no, pues alguien podría reconocerle. No es que sintiera ninguna vergüenza, no, pero no tenía ganas de dar explicaciones en caso de que alguna persona conocida chocara con él por allí.
Así contactó con varias mujeres. Tímidamente al principio. Al cabo de tres años se movía ya con gran desenvoltura. Tuvo muchas aventuras de un día y surgió alguna amistad interesante pero efímera. Encontró un poco de todo: gente que no estaba en sus cabales, mujeres desesperadas con unas ansias terribles de recuperar un tiempo perdido; personas que prometían pero que desparecían por arte de magia, hembras que se vendían a sí mismas con verdadero arte y luego se comprobaba que mentían. Conoció a muchas, muchas mujeres, pero no lograba dar con alguien que realmente le llenara. Él era sereno por naturaleza y no tenía prisa, sabía que todo en la vida es cuestión de tesón, de modo que no desistía.
Un día recibió un escueto mensaje que decía:
- ¿Amigo de tus amigas?
Miró la ficha de la remitente y le picó la curiosidad, parecía una mujer con personalidad, nada corriente. Contestó. Ella le envió otro mensaje algo más largo al día siguiente. Comenzaron a cartearse vía electrónica. No se pidieron la foto, ¿para qué? Estaba bien así, conocerse sólo a través del alma. Y fue a través del alma como se enamoraron.
Por fin llegó el gran día en que se verían las caras. Habían quedado en un café. Ella llevaría una chaqueta roja que con su cabello rubio y corto la haría perfectamente reconocible. Él tendría bien visible, en la mano, un ejemplar del más popular diario local. ¡Qué nervios! Por fin iba a comenzar una vida nueva con su hembra ideal para siempre.
Cuando se acercó a la mujer de rojo, ella ya le había reconocido. Él se había puesto su mejor sonrisa antes de descubrir, horrorizado, que se trataba de quien había sido su esposa durante veinticuatro años.

domingo, 8 de junio de 2008

EL CARTERO, Charles Bukowski.

Algunas veces he hecho el siguiente experimento: cojo una novela escrita en Inglés y tengo a mano un ejemplar de la misma novela traducida al Español. En primer lugar, me permite consultar cuando no comprendo algo, esta es la razón obvia. Pero lo hago además por curiosidad: cuando leo algo que me parece difícil, miro cómo lo han traducido. El resultado es sorprendente: a menudo, simplemente no lo traducen… ¡se saltan la frase! Lo cual refuerza mi teoría de que es estupendo leer en versión original, si uno tiene suficientes conocimientos del idioma para entenderlo, claro.
Al final, suele suceder (no siempre) que acabo leyendo el libro en Español. Una es humana, mortal y vaga.
Así me ha sucedido con “Post Office” de Charles Bukowski. Ya en el título se ve la primera falsedad: el título del libro no es “El cartero” sino “Oficina de correos”, pero debe ser que en nuestro idioma resulta más comercial así.
Tenía ganas de leer a Bukowski en su propia lengua porque lo que había leído suyo hasta ahora tiene el atractivo de la frescura y naturalidad del lenguaje, de las expresiones. Escribe como se habla.
El cartero, sin duda muy autobiográfico, es un ser bastante deplorable, casi odioso: vago, alcohólico, machista, muy bruto, aunque en el fondo -por eso no llegamos a odiarlo del todo- un sentimental.
Su prosa se lee casi sin sentir. El agudísimo sentido del humor de todo lo que relata nos lleva a la sonrisa, pese al fondo trágico que subyace en la crónica del día a día.
Bukowski debió ser profundamente desgraciado, como tantos otros grandes artistas. Pero tuvo el valor

-también la suerte-, de convertir su dolor en literatura.
Toda una lección de resistencia y esperanza.