(Más sobre el amor a los 50).
Son maduros pero se conservan joviales. Están en buena forma física y mental, aunque las canas ya son visibles y el abdomen ha ganado curvatura. Son aceptablemente guapos, razonablemente sanos, aparentemente felices.
Trabajan en una multinacional (él) o en la Administración (ella), en un puesto ya consolidado, de considerable prestigio aunque algo aburrido. Tienen dos hijos, varón y hembra, estupendos chicos que nunca les han dado problemas dignos de consideración.
Este año harán sus bodas de plata e invitarán a su familia y a sus amigos que responden, casi todos, a su misma descripción. Lo celebrarán en un restaurante u hotel y será como volver a casarse: tarta y orquesta, sólo que ahora también están los niños, que participan con ilusión en la fiesta de papá y mamá.
No hay en sus vidas ninguna grieta por la que se les haya escapado algo impredecible.
Son sus conversaciones siempre parecidas, educadas, versan sobre generalidades y sobre todo, sobre sus hijos: qué estudian, cuál es el deporte en el que destacan, qué les compraron, dónde fueron de vacaciones... Son en fin, la pareja ideal que yo no tuve, la prole perfecta que no supe construir. Inspiran algo de ¿sana? envidia, también suscitan la duda sobre si todo ese castillo se sustentará sobre cimentación sólida o sobre arenas movedizas.
Ellos seguramente sienten, cuando me miran, que perdieron su libertad pero… ¡están tan orgullosos de su familia!
Las estadísticas (me dijo Manolo Diego, psicoterapeuta) cantan que hay:
- Un tercio de uniones estables.
- Un tercio que deciden romper el vínculo.
- Un tercio que no funcionan pero no se atreven a romper.
(NOTA POSTERIOR: sin duda lo peor es estar en el tercero de los casos).