sábado, 22 de diciembre de 2007

LEYENDA LUSA - La Reina de América



Todo sucedió en los albores del siglo XVI, época de conquistadores y aventureros, cuando tantos hombres se echaban a la mar en busca del paraíso. Fue en una aldea de pescadores, en la costa que mira al Atlántico. Cuentan que gozaba aquella región de un clima excelente, que apenas llovía y el mar siempre estaba calmo.
Dicen que ella era una mujer menuda, morena, de pocas palabras y mirada inquieta. Le gustaba pasear junto a su amado por la playa.
Una tarde, su enamorado le anunció que embarcaría en la Encarnaçao, y le señaló las enormes velas blancas de la barca que se distinguía de todas las demás. Él partiría con otros al amanecer rumbo al nuevo mundo, y conquistarían varias islas. Harían fortuna y pronto, podrían volver a reunirse.
- Mira este ocaso y cada vez que lo contemples, recuerda estas palabras: conquistaré para ti un continente, me haré su dueño y señor y me proclamarán su rey. Volveré por ti, amada mía, tú serás mi reina y también la suya. Viviremos juntos en el nuevo mundo, tendremos muchos hijos y seremos felices. No lo olvides, amor: serás la reina de América.
Desde aquel día, la mujer paseaba una tarde tras otra por la misma playa que le vio partir. Solía escoger la última hora, ésa en que el sol está a punto de decir adiós. Recorría la orilla y se sentaba al final, sobre unas rocas, mirando al horizonte. Se deleitaba en la contemplación del cielo, mientras lo observaba teñirse poco a poco de color naranja. Todas las tardes, sin faltar una, fiel al consejo de su amor, recordaba que algún día sería reina de América. Las nubes filtraban la luz y una sinfonía de rojos y rosas cubrían el firmamento. Sólo la belleza de aquel espectáculo acompañaba su soledad.



Y así pasaron los días y los meses, y un año tras otro.


En la aldea, todo el mundo murmuraba y la compadecían: su amado no retornaba… ¡pobre muchacha, tan hermosa y desgraciada!
Los cabellos se le fueron tornando grises, sus ojos languidecieron, y poco a poco, fue perdiendo la razón. Pero nunca dejó de asistir al ocaso en la playa; ni una sola tarde de su existencia dejó de invocar las palabras de su amado; no perdió jamás la esperanza de ver de vuelta a la Encarnaçao.

Cuentan que una tarde, en su ritual de contemplación del atardecer, la mujer debió comprender que había envejecido y consumido su vida en un ejercicio estéril y entonces, su razón la abandonó del todo. Comenzó a gritar y a llorar y a dar vueltas sobre la arena. Los que la vieron dicen que así estuvo horas y horas, y que aquella tarde el ocaso no fue naranja sino gris. Embravecida, comenzó a tirar guijarros hacia arriba, uno, otro, y otro, en una absurda lucha contra nadie. Pero parece ser que las piedrecillas que disparaba, envueltas por la fuerza de la locura y la rabia del desamor, llegaron hasta el firmamento e hirieron las nubes. Finalmente, el cielo comenzó a llorar. Las lágrimas cayeron por los muchos orificios del cielo, primero lentamente, después cada vez con más energía y rapidez.
Al día siguiente se desató una tormenta como jamás se había conocido por aquellos lugares. Caían gotas inmensas, incluso trozos de hielo. De las nubes salían rayos cuyo estruendo ensordecía el ambiente. El mar se agitaba con furia y las olas alcanzaron alturas nunca vistas. La gente corría asustada sin comprender… Más, pronto se corrió la voz: alguien había visto a la mujer apedrear el cielo. Entonces, los aldeanos dejaron de compadecer a la mujer y la señalaron como causa de aquel desastre: casas inundadas, huertos perdidos… La ira del pueblo la maldecía con palabras altisonantes y gestos de desprecio.
Humillada y atónita por lo sucedido, víctima de la ira de aquellas gentes sintió más que nunca la soledad clavarse en su alma. Desesperada, cogió una navaja bien afilada, corrió a la playa y allí, sobre aquellas rocas en cuyo asiento había contemplado tantas puestas de sol, hundió el filo en sus muñecas.
Se fue vaciando de vida lentamente a través de sus venas abiertas.
El tiempo fue amainando, dejó el cielo de rugir y salió de nuevo el sol. Al amanecer, el horizonte había retornado azul otra vez y la superficie del mar estaba en calma.
De madrugada, cuando los pescadores iban a salir a faenar, vieron el cuerpo de la mujer tendido sobre un charco de sangre y volvieron a sentir compasión. La enterraron allí mismo.

A partir de entonces, en recuerdo de la sangre derramada, cada vez que hay temporal en la playa ondea una bandera roja.

(Portugal, verano de 2007)






3 comentarios:

Manolo dijo...

Triste historia con un final destructor de la ilusión transformada en ira. Pero la ilusión permitió la visión de muchos ocasos que, con su belleza, escondían la muerte de la luz. Tendría que haber contemplado, también, las auroras, precursoras del nacimiento de nuevos y renovados ensueños cabalgando sobre el fulgor matinal.
La narradora del “umbral” sólo advierte de que si se dejan alejarse demasiado las ilusiones, las que puedan volver a llegar, aparentarán la misma forma, pero ya no serán las mismas y quizá sin la fuerza que tenían las que se fueron. Las mareas, en todo caso, unas veces dejan que el mar se aleje más y otras menos. Dejemos un resquicio abierto.

Marina dijo...

Pues voy a tener que decirte que es na historia precosa... pero si vieras c´m y de qué manera me aparatosean a mí los desamres...

POr cierto, el ajo, picadito con perejil y algo de clavo, no veas el sabor que le da a los platos.
Mil besos de Tu pelirroja deslenguada

Adu dijo...

Las auroras serian otra historia, no esta. Un beso para ambos desde donde escribi esta, dos anyos despues. Y sin acentos que aqui no se.