sábado, 13 de diciembre de 2008

Cuestión de hormonas.


Hace unos días unos amigos me comentaban su disgusto por la actitud rebelde y vaga de su hija adolescente. Uno se cansa de regañar, de castigar y la imaginación se agota. Tanta reprimenda deja de tener efecto positivo alguno, como todo lo que se repite. Machacar machaca tanto al machacante como al machacado. ¿Y qué hacer, entonces? “Aaaahh, qui lo sá” Tal vez armarse de paciencia, confiar en el tiempo, que juega a favor, dar amor y ejemplo al adolescente, no transmitir angustia.

Rescaté a mi perro de la Protectora de Animales y me tiene un apego algo excesivo que muchos interpretan como mala educación. Si le dan a elegir entre salir o quedarse conmigo, elige quedarse. Si la elección es entre comer carne estupenda o irse conmigo, me elige a mí. Pero si huele a perrita en celo, la fidelidad se esfuma: se lanza tras su rastro como poseso; no atiende a llamadas ni silbidos, no presiente peligros, no hay reproches ni castigos que valgan. La hormona es la hormona.

Así está ahora esta adolescente: con el cuerpo revuelto, la cabeza atormentada y su corazón latiendo a ritmo de vértigo. Los chicos la miran o la dejan de mirar y hace de ello el motivo único de su existencia. Se mira al espejo y la imagen que ve la mide en función de la moda, de lo que le dijo su mejor amiga, de la actriz que admira. Se acaba de dar cuenta de que sus padres no tienen ni idea de nada. Las clases son como un ruido de fondo que estorba los murmullos de su pensamiento. ¡Ay! Todo su cuerpo es hormona pura. ¿Cómo pretender que se concentre en otra cosa que no sea ella misma y su revolución?

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