viernes, 12 de diciembre de 2008

A CELIA. Con nostalgia.


FOTO:
Vestíbulo del velatorio aconfesional cerca de Berlín, año 2006.
Teníamos trece años y un pavazo de muerte. Se nos escapaba la risa floja cada dos por tres. Estábamos enamoradas siempre de alguno, a veces que ni siquiera era real (un actor de cine, el hermano de una amiga a quien solo conocíamos de oídas o el vecino con el que coincidías en el ascensor). Cada dos minutos y medio se nos iba el santo al cielo, que diría mi madre. Y nos aprendimos de memoria estos versos:

Sueña el rey que es rey,
y vive con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

(Segismundo en “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca)

Y cada vez que los escucho, me acuerdo de aquella época. Y cada vez que oigo hablar de sueños, me acuerdo de aquella época. Y cada vez que la muerte trunca algún proyecto, me acuerdo de estos versos.
Me agrada recordar que fueran estos versos los primeros que aprendimos de memoria y no cualquier tontería, en medio de tanto pavo. Estos versos hilvanaron nuestra complicidad, que se mantuvo bien cosida durante muchos años con el humor siempre presente como hilo conductor.

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