sábado, 8 de marzo de 2008

El príncipe azul

Escrito en 2002 como réplica a algo que circulaba en Internet sobre
“La mujer ideal”.

A los trece años soñaba con el Príncipe Azul. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que los Príncipes Azules se van con las Princesas: niñas guapas, sumisas, dulces...
A los veinte, decidí ser realista. Mi primer amor fue un chico feo, feísimo, pero inteligentísimo, simpatiquísimo, honradísimo... todo -ísimo. Tanto, que era un soberbio y egoísta; pensaba y actuaba como si el mundo girara en torno a él. Pensé entonces que mejor sería buscarme alguien más normal, pero que contara conmigo, que se sintiera mi compañero y mi cómplice; que compartiera, en fin.
Así fue como, ya en mis veintitantos, comencé a salir con un compañero de clase, fundamentalmente amigo. Pero ¡ay!, era tan amigo, que me consideraba su amiga y por tanto, con derecho a ejercitar su masculinidad con todo aquello que llevara faldas, excepto conmigo, pues "me respetaba".
En vista de eso, y una vez descubiertas las mentiras con que tapaba sus aventuras, me di cuenta de que lo que tenía que hacer era buscarme un amante y dejarme de ñoñerías.
Encontré uno, y al principio le divertía hacer de profesor, pero luego aprendí tanto, que me aburría yo y se aburría él. No teníamos de qué hablar.
Entonces apareció el hombre más interesante que he conocido. Era culto y con un gran sentido del humor. Su cabeza estaba llena de cosas. Era realmente complicado entenderle y se enfadaba conmigo por mi torpeza.
Así que ya rozando los treinta, me propuse sentar la cabeza y buscar al candidato idóneo para padre de mis hijos. Debería ser un hombre cariñoso y hogareño, sin grandes complicaciones y con el porvenir resuelto.
Y así fue como me casé con un hombre trabajador y poco juerguista.
Trabajaba tanto, que apenas le veía.
Los niños le colmaban de alegrías los pocos ratos que estaba en casa. No tenía nunca tiempo para mí. Como estaba siempre muy cansado de tanto trabajar, los fines de semana se despanzurraba en el sofá a ver la tele. Nos prohibía que le molestáramos: su descanso era sagrado.
Cuando descubrí que me engañaba con su secretaria (razón por la cual pasaba tantas horas en la oficina), se me puso cara de imbécil.
Primero lloré y lloré, durante días y días. No porque hubiera perdido su cariño; ni siquiera porque mi matrimonio fuera una farsa, sino por los mejores años de mi vida tirados por la borda, dedicada a unos hijos que hoy hacían su vida y a un marido que me la pegaba con otra mientras yo no cesaba de comentar lo mucho que él trabajaba.
Entonces decidí que ya estaba bien. Me separé primero. Me divorcié después.

Hoy trabajo en lo que puedo, me acuesto con quien quiero.
Salgo, entro. Tengo amigos y amigas. No dependo de nadie.
He desistido de comprender y me limito a aceptar.
A un hombre le pido que me trate con ternura y que me haga reír. Y punto.

No hay comentarios: