AMIGUIS ARTISTIS (3):
Victoria Gavilán, Vivi para nosotris, sus amiguetes.
- Ése, quiero ése – dijo Vivi señalando al primer viola.
Era desde el patio de butacas del Teatro Real en Madrid, hacia el año 1978. La Orquesta Nacional ensayaba el concierto del fin de semana. Yo la miré con escepticismo pensando: “esta locatis cada día anda peor”. Pero la locatis sigue hoy felizmente ligada a ése, su hombre y padre de sus dos hijos: Emilio, quien sigue siendo primer viola de la O.N.E., y va a todas partes agarrado a ella; al estuche que aloja su viola (albergue además de otros secretos que no mencionaré).
Era desde el patio de butacas del Teatro Real en Madrid, hacia el año 1978. La Orquesta Nacional ensayaba el concierto del fin de semana. Yo la miré con escepticismo pensando: “esta locatis cada día anda peor”. Pero la locatis sigue hoy felizmente ligada a ése, su hombre y padre de sus dos hijos: Emilio, quien sigue siendo primer viola de la O.N.E., y va a todas partes agarrado a ella; al estuche que aloja su viola (albergue además de otros secretos que no mencionaré).
Conocí a Vivi con once años, en el colegio de monjas. Las muchas risas compartidas desde los quince a los veintitantos nos ligaron sine die, pese a algunas épocas de silencio. La risa une mucho más que el dolor, aunque también hubo lágrimas, también.
Ella ya era sabia cuando yo estaba empezando a enterarme de algo. Mi asombro no deja de crecer con los años cuando llego a una conclusión que ya había escuchado de su boca milenios antes. Con una intuición fuera de lo común, su desparpajo y esa gracia natural, Vivi recorre su camino con relativa facilidad, muy arropada de su gente, de tanta gente que la quiere, cómo no hacerlo.
No ha tenido mucha suerte en lo profesional, sin embargo. A los diecisiete años la auguraron un brillante porvenir como concertista de guitarra, pero ella no quiso: tuvo miedo de la soledad del solista. Yo la comprendí entonces, y la comprendo ahora: tuvo siempre muy clara su escala de valores y apostó por el mundo de los afectos.
Gracias a ella conocí a Villalobos y otros tantos, ella me enseñó a distinguir los instrumentos de cuerda por su tamaño: violín, viola, violonchello y contrabajo. Me contó qué es un pizzicato y un arpegio. A ella le debo en gran parte el placer de escuchar música, la mal llamada “música clásica”, que no decepciona porque está seleccionada por el paso del tiempo, lo que no tiene la “moderna”. Otra parte de ese placer se lo debo a la danza, y también a mi padre quien, todos los años, al llegar el jueves santo nos castigaba con “La pasión según San Mateo”, seguida del “Réquiem” de Mozart (el que no cesaba de sonar en TV cuando murió Franco) y remataba el domingo de resurrección con el “Aleluya” de Haendel.
Pero tal vez, lo que más nos unió a Vivi y a mí fueron aquellas temporadas perdidas del mundo, las dos solas, en medio de un monte pucelano. Madrugadas para ver amanecer y grabar el sonido de los pájaros. Supervivencia durante unos días a base de patatas asadas al rescoldo de la chimenea. Hacer de cualquier cosa una broma para reírnos. Vacaciones en una casa ya destartalada, sin agua corriente ni comodidad alguna, pero con una inmensa paz que aún me asombro que fuéramos capaces de apreciar con diecisiete, veinte años. Debíamos ser raras, sí.
Nuestra rareza no nos impedía hacer una vida normal de adolescentes, de jóvenes: chicos, guateques (mi primera borrachera –brutal y divertida a tope- con Carlos G.A. y ella), líos con los padres… Yo bromeaba con eso de: “con todos tus ligues podemos formar una orquesta”, y ella hacía todo lo posible por acercarme al que me gustaba. Qué retorcidas somos a veces las mujeres y qué cómplices.
A pesar de las varias vidas que me está tocando vivir, seguimos en contacto, y eso es algo que valoro más cuanto mayor soy. No es tan importante verse como saber que esa persona está ahí.
Acabo con una breve mención a toda su familia, que me acogió con inmenso cariño. Ni un solo miembro de ella (y son bastantes) me es ajeno. Un abrazo para todos y cada uno de las tres generaciones.
Ella ya era sabia cuando yo estaba empezando a enterarme de algo. Mi asombro no deja de crecer con los años cuando llego a una conclusión que ya había escuchado de su boca milenios antes. Con una intuición fuera de lo común, su desparpajo y esa gracia natural, Vivi recorre su camino con relativa facilidad, muy arropada de su gente, de tanta gente que la quiere, cómo no hacerlo.
No ha tenido mucha suerte en lo profesional, sin embargo. A los diecisiete años la auguraron un brillante porvenir como concertista de guitarra, pero ella no quiso: tuvo miedo de la soledad del solista. Yo la comprendí entonces, y la comprendo ahora: tuvo siempre muy clara su escala de valores y apostó por el mundo de los afectos.
Gracias a ella conocí a Villalobos y otros tantos, ella me enseñó a distinguir los instrumentos de cuerda por su tamaño: violín, viola, violonchello y contrabajo. Me contó qué es un pizzicato y un arpegio. A ella le debo en gran parte el placer de escuchar música, la mal llamada “música clásica”, que no decepciona porque está seleccionada por el paso del tiempo, lo que no tiene la “moderna”. Otra parte de ese placer se lo debo a la danza, y también a mi padre quien, todos los años, al llegar el jueves santo nos castigaba con “La pasión según San Mateo”, seguida del “Réquiem” de Mozart (el que no cesaba de sonar en TV cuando murió Franco) y remataba el domingo de resurrección con el “Aleluya” de Haendel.
Pero tal vez, lo que más nos unió a Vivi y a mí fueron aquellas temporadas perdidas del mundo, las dos solas, en medio de un monte pucelano. Madrugadas para ver amanecer y grabar el sonido de los pájaros. Supervivencia durante unos días a base de patatas asadas al rescoldo de la chimenea. Hacer de cualquier cosa una broma para reírnos. Vacaciones en una casa ya destartalada, sin agua corriente ni comodidad alguna, pero con una inmensa paz que aún me asombro que fuéramos capaces de apreciar con diecisiete, veinte años. Debíamos ser raras, sí.
Nuestra rareza no nos impedía hacer una vida normal de adolescentes, de jóvenes: chicos, guateques (mi primera borrachera –brutal y divertida a tope- con Carlos G.A. y ella), líos con los padres… Yo bromeaba con eso de: “con todos tus ligues podemos formar una orquesta”, y ella hacía todo lo posible por acercarme al que me gustaba. Qué retorcidas somos a veces las mujeres y qué cómplices.
A pesar de las varias vidas que me está tocando vivir, seguimos en contacto, y eso es algo que valoro más cuanto mayor soy. No es tan importante verse como saber que esa persona está ahí.
Acabo con una breve mención a toda su familia, que me acogió con inmenso cariño. Ni un solo miembro de ella (y son bastantes) me es ajeno. Un abrazo para todos y cada uno de las tres generaciones.
ENTRADAS: 1.813 (dieciocho trece, subiendo como los vapores etílicos ;-)
5 comentarios:
TEngo alguna amiga de esa y es un lujo del que me siento tremendamente orgullosa. Pasan los años y a pesar de vivir mil vidas seguimos encontrándonos en alguna.
Somos afortunadas.
Un besazo, guapetona.
Toc-toc... hay alguien?
No has escrito desde el sábado? hmmmmmm...
Hay que ver qué lazos tan fortísimos se forman en la infancia, verdad?. Y cómo mola lo de continuar todo como si lo hubieses dejado el día anterior... aunque haga mil años que no nos veamos. A mí me pasa con varias amigas.
Por qué a partir de una edad nos volvemos tan recelosos con todo lo nuevo?
Muaccc.
Somos afortunadas, sí. Siempre lo he dicho: que he tenido mucha suerte con los amiguis.
No sé si nos volvemos recelosas, creo más bien que las cosas, la gente, va ocupando espacio y tiempo en nuestra vida y llega un momento que apenas cabe nada/nadie más. Gracias por estar ahí, chicas.
BBD.
Pues si no queda sitio, yo me voy.
No quiero robarte espacio ni tiempo. Jajaja
Me voy pero volveré...
Besitos
Siempre provocando, Marie Sindie, pouvre le petit J!
Ya me habéis inspirado una entrada con vuestros comentarios.
BBD.
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