- Hasta siempre, Vladimir – debí decir al ruso, que tan amablemente me había tratado.
Me contó que había llegado hasta aquí detrás de una mujer que le sorbió los sesos y su escaso capital. Una vez arruinado y en plena estepa castellana, lo que más añoraba no era su profesión de otorrino, ni el olor a puerto del pueblo que le vio nacer; tampoco el regazo tan acogedor de aquella hembra. Lo que más echaba de menos Vladimir era Cuco, su perro. Por eso, mi presencia le alegró la vida… hasta que el dueño de la gasolinera dijo “basta”.
Me contó que había llegado hasta aquí detrás de una mujer que le sorbió los sesos y su escaso capital. Una vez arruinado y en plena estepa castellana, lo que más añoraba no era su profesión de otorrino, ni el olor a puerto del pueblo que le vio nacer; tampoco el regazo tan acogedor de aquella hembra. Lo que más echaba de menos Vladimir era Cuco, su perro. Por eso, mi presencia le alegró la vida… hasta que el dueño de la gasolinera dijo “basta”.
Debí despedirme, pero no lo hice. Tan sólo moví el rabito frente a él.
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